De hielo y no de cemento son los zapatos que más gente ahogan. Y no es el agua de un río, sino el alcohol de un vaso el líquido en el que los cadáveres quedan sumergidos. La imagen de alguien bañando sus penas en el fondo de un White Label no debería sorprender a ningún lector, hay veces en que no se puede más y matar unas cuantas neuronas parece la única manera de desconectar al menos por unas horas. Curioso: nos ahogamos para poder respirar.
¿Qué demonios suele tener un ciudadano medio? Es cierto, hoy en día es más común de lo deseable encontrarse con personas que han perdido sus casas, teniendo que mantener familias enteras, incluyendo críos a los que se les miente y se les cuenta que todo se trata de un juego antes que explicarles que sus propios progenitores, pese a darles la vida, no pueden costearla. Es realmente desolador. Pero, justo este perfil es el que no se da a la bebida, no porque no quieran (seguro acogían con los brazos abiertos un noqueo etílico que les relaje un poco), sino porque no pueden permitírselo. Triste mundo que hasta los vicios se escapan de nuestras posibilidades. No, los que se emborrachan no tienen problemas tan serios, ni de lejos. Y sin embargo, son a los que más se escucha. No pretendo hacer una apología moral de ninguna clase aquí, me incluyo entre estos patanes. Eso no quita que no vomite en palabras la realidad que mis sentidos me brindan.
Líos de faldas, peleas con amigos, discusiones en el trabajo, son los calvos que sellan el ataúd medio. Entuertos que nos golpean fuertemente y que no dejan de ser rabietas de niños de guardería; no cambiamos tanto como parece, simplemente nos dejan hacer más cosas -para que gastemos más, por supuesto-. Cuando estos viejos conocidos tocan a nuestra puerta lo que hacemos es llamar a nuestro fiel Jack y nos dedicamos a despotricar enfadados en la barra de un bar. ¿Esos son demonios? ¿Podemos llamar a eso tocar fondo? En absoluto. Creemos que cuando no podemos hundirnos más lo que sentimos es furia, rabia, ira. Falso. Si nos enfadamos es porque, en realidad, sabemos que las cosas podrían ser de otra manera; y eso quiere decir que no hemos tocado fondo. Es otra sensación la del abismo, una mucho más demoledora: la apatía.
Decía Kant que lo valioso de la vida no es ella misma, sino aquello que la hace digna de ser vivida. Si se ha perdido esa Osa mayor, se ha perdido todo. Y cuando digo todo, es todo; tampoco hay fuerzas para cambiar. El paso por la tierra se convierte en un mero deambular del punto A al punto B, el domingo al C, y de ahí vuelta al despertador. Una mera acumulación de días, unos encima de otros, tiempo matando tiempo, sin motivo ni objetivo. Los límites del bien y el mal se diluyen en esa situación, no tiene cabida la moralidad, pero no por crueldad, sino porque en tal circunstancia es completamente absurdo toda ética. No se discierne el deber, solo se trata de llegar al próximo jueves, ¿para qué?, para llegar al siguiente.
Exentos de esta lacra, en agónica liviandad, ¿qué determina qué y qué no hacer? Exacto, nada; nada salvo la pura efervescencia del actuar. Las acciones ya no se justifican, simplemente se hacen, indistintamente: se compra un helado o se asesina a un niño, en el Tártaro no hay diferencia entre las dos.
Agitamos el vaso, y mientras los cubitos repiquetean contra el cristal, el remolino que se forma en la bebida absorbe nuestra conciencia. ¿Hemos tocado fondo? ¿No tenemos nada que perder? No, lo que somos es unos hipócritas pretenciosos. Asomémonos de verdad al abismo y la apatía: Fóllame, de Virgine Despentes.
Matt K. Lann
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