Apenas siete años
separarán a dos de las grandes obras de las letras hispánicas del siglo
pasado. Tanto Juan Rulfo como Luis
Martín-Santos concentraron todo su conocimiento narrativo en una única novela
conclusa: Pedro Páramo (1955) y Tiempo de silencio (1962). Ambas fueron
escritas bajo circunstancias disímiles, pero cada una de ellas destacó por su
originalidad y su ansia de ruptura con las tendencias narrativas que estaban en
boga a ambos lados del Atlántico.
Rulfo formará parte de un grupo de autores que ofreció
una visión profunda y en clave universal del hombre campesino y sus dramas. Para
ello, frente a toda una producción prosaica que focalizó su interés en los
nuevos conflictos del creciente ámbito urbano, los compañeros de generación del
escritor mexicano volvieron sus ojos al indigenismo clásico y al viejo
regionalismo, que rebrotaron gracias a ello con fuerza inesperada en los años
cincuenta. Por su parte, Martín-Santos ambientó su ficción en el Madrid de la
postguerra y con ella trató de precipitar el fin de la narrativa social.
Ambos autores clausuraron a su manera los modelos tradicionales
basados en el realismo. No obstante, presentan ciertas semejanzas: ambos rompen
con la segmentación tradicional de la obra en capítulos y proponen una
composición polifónica, se podría decir. Pedro
Páramo se divide en dos partes, las cuales están marcadas por el diálogo de
ultratumba que mantienen Juan Preciado y
Dorotea. Aunque la primera está dominada por la voz de aquel, ya en esta
encontramos alguno de los recursos estructurales de la novela (que se verán
acentuados en la segunda parte) como la interpolación, los saltos temporales y
los cambios de perspectiva. Así, por ejemplo, el relato salta de la primera
persona (Juan Preciado, en su encuentro con Eduviges) a la tercera, que nos
sitúa brevemente en otro lugar y en otro tiempo: un momento de la infancia de
Pedro Páramo en el patio de su casa. A su vez, mediante el estilo indirecto
libre, aparecen intercalados fragmentos del pensamiento interior del cacique,
que pertenecen a otro espacio-temporal, pues ya ha conocido a Susana
(págs.80-86).
Muy distinta es la propuesta de Martín-Santos. Juega con
las voces de distintos narradores, cada uno con un estilo propio que nos
permite saber en todo momento quién tiene la palabra. Los dos extremos los
encontramos en la voz del narrador omnisciente (y en la más cercana a él, la de
Pedro), con un registro cuidado, con extensas enumeraciones anafóricas que
otorgan cierta musicalidad a la prosa (véanse págs15-16, 51-52) y tecnicismos,
por un lado, frente a la jerga del Cartucho, plagada de léxico malsonante, repeticiones,
frases elípticas y anacolutos, por otro.
Otra coincidencia entre el español y el mexicano estriba
en que vivieron una guerra cuyas consecuencias quedarán reflejadas en sus
novelas. La guerra cristera (1926-1928) que vivió Rulfo durante su infancia
dejó una honda huella en él, y las consecuencias de esta quedaron retratadas en
Pedro Páramo. No obstante, el autor
de El llano en llamas somete a una
inflexión universal, mítica y simbólica todas esas tradiciones literarias cuyos
consabidos referentes eran la tierra, el campesino-víctima o el caciquismo
feudal, mediante la ficcionalización de todo. Esto explica la ausencia de
fechas o personajes reales en la obra, a pesar de ser espejo de la historia
reciente de su país. En el caso de Martín-Santos, las consecuencias de la
guerra civil son también patentes, si bien ahora, bajo la envoltura realista de
un contexto espacio-temporal definido y casi coetáneo a la escritura, son las
innovaciones narrativas las que refuerzan el tono crítico y desesperanzado. Ambas
novelas, sendas tragedias, presentan una mañana mortal, oscura; sin embargo, en
las dos se abre una puerta, un rayo de luz entre la tormenta —aunque esa gota
de lluvia llegue tarde a la estación de los habitantes de Comala—.
Gabriel Bravo Rodríguez
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