martes, 27 de octubre de 2015

Juan Rulfo y Martín-Santos

Apenas siete años separarán a dos de las grandes obras de las letras hispánicas del siglo pasado.  Tanto Juan Rulfo como Luis Martín-Santos concentraron todo su conocimiento narrativo en una única novela conclusa: Pedro Páramo (1955) y Tiempo de silencio (1962). Ambas fueron escritas bajo circunstancias disímiles, pero cada una de ellas destacó por su originalidad y su ansia de ruptura con las tendencias narrativas que estaban en boga a ambos lados del Atlántico.
            Rulfo formará parte de un grupo de autores que ofreció una visión profunda y en clave universal del hombre campesino y sus dramas. Para ello, frente a toda una producción prosaica que focalizó su interés en los nuevos conflictos del creciente ámbito urbano, los compañeros de generación del escritor mexicano volvieron sus ojos al indigenismo clásico y al viejo regionalismo, que rebrotaron gracias a ello con fuerza inesperada en los años cincuenta. Por su parte, Martín-Santos ambientó su ficción en el Madrid de la postguerra y con ella trató de precipitar el fin de la narrativa social.
            Ambos autores clausuraron a su manera los modelos tradicionales basados en el realismo. No obstante, presentan ciertas semejanzas: ambos rompen con la segmentación tradicional de la obra en capítulos y proponen una composición polifónica, se podría decir. Pedro Páramo se divide en dos partes, las cuales están marcadas por el diálogo de ultratumba  que mantienen Juan Preciado y Dorotea. Aunque la primera está dominada por la voz de aquel, ya en esta encontramos alguno de los recursos estructurales de la novela (que se verán acentuados en la segunda parte) como la interpolación, los saltos temporales y los cambios de perspectiva. Así, por ejemplo, el relato salta de la primera persona (Juan Preciado, en su encuentro con Eduviges) a la tercera, que nos sitúa brevemente en otro lugar y en otro tiempo: un momento de la infancia de Pedro Páramo en el patio de su casa. A su vez, mediante el estilo indirecto libre, aparecen intercalados fragmentos del pensamiento interior del cacique, que pertenecen a otro espacio-temporal, pues ya ha conocido a Susana (págs.80-86).
            Muy distinta es la propuesta de Martín-Santos. Juega con las voces de distintos narradores, cada uno con un estilo propio que nos permite saber en todo momento quién tiene la palabra. Los dos extremos los encontramos en la voz del narrador omnisciente (y en la más cercana a él, la de Pedro), con un registro cuidado, con extensas enumeraciones anafóricas que otorgan cierta musicalidad a la prosa (véanse págs15-16, 51-52) y tecnicismos, por un lado, frente a la jerga del Cartucho, plagada de léxico malsonante, repeticiones, frases elípticas y anacolutos, por otro.

            Otra coincidencia entre el español y el mexicano estriba en que vivieron una guerra cuyas consecuencias quedarán reflejadas en sus novelas. La guerra cristera (1926-1928) que vivió Rulfo durante su infancia dejó una honda huella en él, y las consecuencias de esta quedaron retratadas en Pedro Páramo. No obstante, el autor de El llano en llamas somete a una inflexión universal, mítica y simbólica todas esas tradiciones literarias cuyos consabidos referentes eran la tierra, el campesino-víctima o el caciquismo feudal, mediante la ficcionalización de todo. Esto explica la ausencia de fechas o personajes reales en la obra, a pesar de ser espejo de la historia reciente de su país. En el caso de Martín-Santos, las consecuencias de la guerra civil son también patentes, si bien ahora, bajo la envoltura realista de un contexto espacio-temporal definido y casi coetáneo a la escritura, son las innovaciones narrativas las que refuerzan el tono crítico y desesperanzado. Ambas novelas, sendas tragedias, presentan una mañana mortal, oscura; sin embargo, en las dos se abre una puerta, un rayo de luz entre la tormenta —aunque esa gota de lluvia llegue tarde a la estación de los habitantes de Comala—.

Gabriel Bravo Rodríguez

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