I
Mi postura denota la seguridad de aquel que vaga
solitario y confiado por una calle principal e iluminada, con aires de
superioridad, pero por dentro solo soy la suma del miedo y la nostalgia. Soy
temeroso de lo que me pueda suceder y añoro esas salidas nocturnas que me
ofrecían una supuesta felicidad mezclada con la tranquilidad de la juventud
despreocupada. Ahora solo vivo con la pretensión de un mañana diferente, de una
claridad en mi dicotomía permanente. No me quedan más de cien metros para
llegar a casa y ya siento la necesidad de más camino. Enfrente mía el bar de
siempre, la mujer con su perro, el viejo fumador y su hijo, perdón, el hombre
mayor y su hijo, el vecino aquel que nunca me saluda, la niñata de su hija, y mi
portal a menos de veinte metros. O quizás menos. En realidad nunca he sido
bueno calculando las distancias.
Lo cierto es que me estaba empezando a interesar y
no entiendo aún por qué. No era tan atractiva como la mujer que yo tenía en mi
cabeza. Tampoco era la intelectual que quería ganar. Era más bien la
imperfección con el atino, la delicadeza con el rigor, la repartición exacta de
mis dos mundos. Entre la República y la Guerra Civil terminó por ser mi mayor ambición.
Un buen día, un gran día, ella se transformó en Carice van Houten en Zwartboek,
con su vestido rojo. Solo podía ser una indirecta a la que yo no podía negarme
a contestar. Y en aquel banco... si ese banco pudiese contar, aclamaría la
declaración más sincera y deleitosa de sentimientos entre dos seres. Si ese
banco pudiese hablar, de seguro mostraría mis mayores debilidades. Si tan solo
articulase palabra durante cierto tiempo, finalizaría detallando el amén más sincero
y declarativo en forma de abrazo.
Hablar desde aquí no es tan sencillo. La vista se
nubla en demasiados momentos. La mente expone imágenes que mi pobre léxico es
incapaz de escribir. Me gustaría dar pinceladas discursivas abusando de los colores,
sin control alguno. Capturar lo que mi imaginación exagera. Esto no es tan
fácil. Si al menos tuviese la habilidad de disponer las palabras que ya sé de
modo que puedan actuar como un simple prefacio. Pero no es tan fácil.
Las alcantarillas huelen a mugre y libertinaje. El
camino se plantea solitario y la temperatura aumenta conforme avanzo. La
oscuridad gana terreno a la vez que se funde con el color gris de mi traje. Mi
corbata roja ya no es roja. A cada paso que doy siento la necesidad de hacer un
esfuerzo mayor por levantar el otro pie debido a la viscosidad de la calle. Las
manos dentro de los bolsillos del pantalón, por supuesto, porque hay que
mostrar un aspecto de dureza. En la plaza se encuentran los cuatro macarras de
siempre. Eso me fuerza a sacar mi nuevo móvil con el alarde como único motivo.
Cruzo la plaza y accedo a la calle principal a través del paso que dejan dos
edificios. Las farolas iluminan el camino. De nuevo vuelvo a ver la calle donde
estaba su casa. No es que esté delante de mí, pero siento la necesidad de
buscarla a lo lejos para acordarme de ella. Ya está. Ya se acabó. Ahora de
nuevo avanzo para adentrarme en la última calle que me llevará directo a casa. Estoy
a punto de sobrepasar el callejón del bar sospechosamente peligroso, dispuesto
enfrente de la zona donde se congregan a menudo los gitanos del barrio.
Superado el mayor de los peligros, solo me queda avanzar por esta acera llena
de árboles abatidos por la temperatura. Maniobro entre ancianas y borrachos. Hasta
que llego a mi calle perfectamente iluminada y segura.
Antonio L. Carrera
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