martes, 27 de octubre de 2015

Cuando no dan mis pasos

I

Mi postura denota la seguridad de aquel que vaga solitario y confiado por una calle principal e iluminada, con aires de superioridad, pero por dentro solo soy la suma del miedo y la nostalgia. Soy temeroso de lo que me pueda suceder y añoro esas salidas nocturnas que me ofrecían una supuesta felicidad mezclada con la tranquilidad de la juventud despreocupada. Ahora solo vivo con la pretensión de un mañana diferente, de una claridad en mi dicotomía permanente. No me quedan más de cien metros para llegar a casa y ya siento la necesidad de más camino. Enfrente mía el bar de siempre, la mujer con su perro, el viejo fumador y su hijo, perdón, el hombre mayor y su hijo, el vecino aquel que nunca me saluda, la niñata de su hija, y mi portal a menos de veinte metros. O quizás menos. En realidad nunca he sido bueno calculando las distancias.

Lo cierto es que me estaba empezando a interesar y no entiendo aún por qué. No era tan atractiva como la mujer que yo tenía en mi cabeza. Tampoco era la intelectual que quería ganar. Era más bien la imperfección con el atino, la delicadeza con el rigor, la repartición exacta de mis dos mundos. Entre la República y la Guerra Civil terminó por ser mi mayor ambición. Un buen día, un gran día, ella se transformó en Carice van Houten en Zwartboek, con su vestido rojo. Solo podía ser una indirecta a la que yo no podía negarme a contestar. Y en aquel banco... si ese banco pudiese contar, aclamaría la declaración más sincera y deleitosa de sentimientos entre dos seres. Si ese banco pudiese hablar, de seguro mostraría mis mayores debilidades. Si tan solo articulase palabra durante cierto tiempo, finalizaría detallando el amén más sincero y declarativo en forma de abrazo.

Hablar desde aquí no es tan sencillo. La vista se nubla en demasiados momentos. La mente expone imágenes que mi pobre léxico es incapaz de escribir. Me gustaría dar pinceladas discursivas abusando de los colores, sin control alguno. Capturar lo que mi imaginación exagera. Esto no es tan fácil. Si al menos tuviese la habilidad de disponer las palabras que ya sé de modo que puedan actuar como un simple prefacio. Pero no es tan fácil.



Las alcantarillas huelen a mugre y libertinaje. El camino se plantea solitario y la temperatura aumenta conforme avanzo. La oscuridad gana terreno a la vez que se funde con el color gris de mi traje. Mi corbata roja ya no es roja. A cada paso que doy siento la necesidad de hacer un esfuerzo mayor por levantar el otro pie debido a la viscosidad de la calle. Las manos dentro de los bolsillos del pantalón, por supuesto, porque hay que mostrar un aspecto de dureza. En la plaza se encuentran los cuatro macarras de siempre. Eso me fuerza a sacar mi nuevo móvil con el alarde como único motivo. Cruzo la plaza y accedo a la calle principal a través del paso que dejan dos edificios. Las farolas iluminan el camino. De nuevo vuelvo a ver la calle donde estaba su casa. No es que esté delante de mí, pero siento la necesidad de buscarla a lo lejos para acordarme de ella. Ya está. Ya se acabó. Ahora de nuevo avanzo para adentrarme en la última calle que me llevará directo a casa. Estoy a punto de sobrepasar el callejón del bar sospechosamente peligroso, dispuesto enfrente de la zona donde se congregan a menudo los gitanos del barrio. Superado el mayor de los peligros, solo me queda avanzar por esta acera llena de árboles abatidos por la temperatura. Maniobro entre ancianas y borrachos. Hasta que llego a mi calle perfectamente iluminada y segura.

Antonio L. Carrera

0 comentarios:

Publicar un comentario