martes, 12 de enero de 2016

Aubrey

Aubrey

Abro la cartera, saco un billete. Lo sujeto con la boca. El mismo proceso. Notar el papel moneda entre mis labios me excita, ese sabor me indica lo que va a pasar. Mi mano derecha indaga en el bolsillo trasero del vaquero: encuentro lo que busco. Mierda, siempre se me olvida la tarjeta. Cisterna, cartera, billete, todo apoyado en ese orden. Ahora es la brida la que ocupa mis labios, es demasiado pequeña y no quiero perderla. Oigo gente tras la puerta. Las notas ruidosas de fondo mueven mi cabeza y la música hace que tenga sed. No recuerdo si he traído mi vaso o no, pero como por instinto miro al suelo, a mi izquierda: ahí está. Dejo la brida junto al billete mientras abro mucho los ojos, como fotografiando el momento para asegurarme de que no se me olvida dónde la dejo. Un trago largo quema mi garganta, pero me encanta la sensación. Me doy cuenta perfectamente que estoy en el límite, que como siga no habrá marcha atrás, pero recuerdo las palabras de Kafka: “A partir de cierto punto en adelante no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar”. Si algo me gusta más que esta situación es que sea Kafka quien venga a mi mente. Sonrío y doy otro trago, este me ha sentado mejor. Sigo trabajando. Por fin la descarga esperada: un estremecimiento recorre mi piel provocándome una sensación inefable. Me siento pletórico y eso hace que me ría. Lamo el borde de la tarjeta para apurar hasta el final el viaje. Empiezo a recoger. La puta brida ha desaparecido de nuevo; se había caído al suelo.

Ahora oigo mejor la música. Sigo sin poder apreciarla lo suficiente como para reconocer la canción, pero el ritmo me embauca y me siento agresivo. A través del espejo, entre pegatinas, rayajos y pintadas diviso una figura que me mira desde. Veo como se mueven sus labios pero el sonido no llega a mis oídos. Paso de él.

Cruzo el umbral de la puerta. El volumen de la música me golpea y la oscuridad me arrastra hacia ella. Me dejo hacer, se que estoy en buenas manos. Noto como baja por mi garganta y la acompaño con otro trago. Estoy en la puta gloria.
Mis pupilas dilatadas empiezan a buscarla por todo el garito. Se que debe estar cerca de la barra, pero a estas alturas ya no puedo asegurar nada. Por fin la encuentro. De repente ya no es solo mi mente la que vuela, también mi corazón, y la mezcla hace que me sienta aun más liviano. Dicen que la vida es como un saco que vas llenando con recuerdos, yo sin duda me quedaría con este. La música altísima ocupa todos mis pensamientos, mi consciencia está apagada por el alcohol pero aun así estoy activo gracias al efecto de las drogas. Desde hace meses esta es la única forma que tengo de desconectar de todo y no estar sumido en una profunda depresión. Pero el factor imprescindible, lo que hace que todo se funda en perfecta armonía, es que ella esté esperándome en la barra. En mi estado no se como todavía puede pasarse algo por mi mente, pero de verdad que no puedo parar de pensarlo: es ella la que hace que mi coma químico inducido sea feliz y no agonizante. Ella es la clave.
El ron distorsiona mi percepción temporal, se me ha hecho eterno llegar a su lado. La abrazo por detrás, se da la vuelta y me besa. Su boca sabe a alcohol, y no se porqué, pero me vuelve loco. Su saliva ha sido el detonante perfecto para terminar de perfilar el efecto de la cocaína, y cuando me doy cuenta estoy saltando mientras canto a gritos la canción que suena. Ella se ríe a carcajadas, claramente de mí y no conmigo, pero se acerca y se une al desvarío. De nuevo el efecto etílico me permite dilatar este instante: está preciosa, con su pelo recogido en una coleta alta pero algo despeinada debido al kilometraje de la larga noche; su brazo derecho sujeta una cerveza en lo alto, apuntando al techo, y cada vez que lo agita nos salpica; pero sin lugar a dudas lo mejor es su rostro, con esos profundos ojos oscuros, aun más marcados por el ahumado maquillaje negro, la perfecta curva de la sonrisa que no puede contener mientras se deja el alma cantando, y la manera tan graciosa y sexy de arrugarse su nariz. «A ponerme ciego, a quedarme sordo» -puedo tachar las dos cosas de mi lista- «a cerrar la boca y no esperar más del amor» -no espero nada más, ella está aquí. Es ridículo, se perfectamente que la letra habla de penuria y desamor, pero verla cantando conmigo hace que yo entienda lo que me de la gana. En su ausencia vomito todo mi odio al entonarla, pero hoy está, y eso lo hace distinto.

Siento que me muevo pero no veo por dónde voy. Otra vez ese cristal. Me asusto, tiemblo, no la veo por ninguna parte y me empieza a faltar el aire. Si ni siquiera se dónde tengo mi propia cabeza, ¿cómo coño voy a saber dónde está ella? Me tranquilizo a mí mismo, salpico mi cara con agua y recupero del todo la visión. El espejo me muestra su reflejo tras de mí. Cuando me doy la vuelta me mira. No puedo evitar reírme tontamente al comprobar que ella también sujeta la brida con la boca, alguien debería inventar un sistema mejor. Hace un calor infernal y los dos estamos sudando. Aprovecho para mirar la hora, y mientras saco el móvil del bolsillo la oigo esnifar. Su aliento a licor café, verla sudar, oírla sorber por la nariz, todas esas cosas son asquerosas y no acierto a entender porque me parecen tan encantadoras. Estoy enamorado de cada una de ellas. Soy imbécil, no me he enterado de qué hora era. Llega mi turno y me da el billete enrollado, de nuevo el ascenso que me evade de mí mismo. Quiero darle otro trago a mi vaso, pero se adelanta y su saliva sustituye al ron.

Niebla, de nuevo la barra. Estoy empezando a no enterarme de cómo hago las cosas, pero me da completamente igual cada vez que la miro y la veo tan contenta, moviéndose con la música y bebiendo su cerveza. Ahora me apetece una cerveza; no, es otra cosa, lo que estoy es celoso de su cerveza, así que me acerco para besarla. Parece que la he pillado desprevenida, estaba embobada, aunque claro, no solo a mí me está pasando factura la ingesta de estupefacientes. Parece que ya reacciona, y me lo demuestra mordiéndome el labio inferior mientras me mira a los ojos, pero las drogas la hacen no medir bien la presión y me arranca un pedacito de labio. Sangro. Obviamente, no me importa. Una vez más, como tantas veces a lo largo de la noche, acerco el ron a mi boca, pero esta vez es diferente ya que el alcohol surcando mi herida hace que me escueza. El dolor me hace sentir vivo.

Ruido, sombras, náuseas, frío, intensa luz, un motor, mareos, más nauseas. Siento morir. Pausa…

Reinicio. Abro los ojos, me duelen muchísimo. También la garganta, pero aun más la nariz. Todavía no he enfocado la vista, no se dónde estoy. Me doy cuenta de que no llevo pantalones. Empiezo a vislumbrar el techo de una habitación, el gotelé es horrible. Un sudor frío empapa mi frente. Oigo una respiración al lado, giro mi cabeza con dificultad y trato de focalizar mi mirada. Confort. Ahí esta, tendida junto a mí. Tiene cara de no haber dormido bien. Despega las pestañas con dificultad y me descubre escrutándola. Automáticamente se enfurruña graciosa.

»Te odio… -traduzco un “te quiero”-.
»Eso era lo que faltaba.
»¿Cómo?
»Ayer en el bar. No conseguía recordar tu voz. Pero ahora ya te he oído y me siento mejor -sonríe mientras hunde su cara en la almohada-. »Deberíamos seguir durmiendo.

Matt K. Lann

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