Mayo de 1922, Portugal, restaurante
sin especificar. El mundo asistía a una importante cena:
Habíamos concluido
de cenar. Frente a mí, el banquero, mi amigo, gran comerciante y acaparador
notable, fumaba como quien no piensa. La conversación, que había ido
apagándose, yacía muerta entre nosotros. Intenté reanimarla, al azar,
sirviéndome de una idea que me pasó por el pensamiento. Me di vuelta hacia él,
sonriendo.
—Es verdad: me
dijeron hace días que usted en sus tiempos fue anarquista...
—Fui, no: fui y
soy. No cambié con respecto a eso. Soy anarquista.
Con este cruce dialéctico se
iniciaba El banquero anarquista de
Fernando Pessoa. Noventa y tres años llevan hablando, parecería reiterativo
añadir algo al diálogo. No le faltaría razón a dicha crítica, por lo que no
escribiré una palabra con respecto a la sobremesa. Eso no quiere decir que no
la pueda utilizar para mis propios fines. Comentaba Ortega y Gasset en una
ocasión que Natorp, uno de los grandes del neokantismo alemán, retuvo a Platón en una
cárcel durante catorce años a base de pan, y solo le devolvió su libertad una
vez el Griego dijo lo que Natorp quería que dijese. Yo no seré tan cruel
-tampoco tendría la grandeza de Natorp para serlo-, pero sí que pretendo
manipular a mi antojo las palabras de Pessoa. Éstas cobran más fuerza si
provienen de un grande de la pluma.
Ahora, haré la siguiente pregunta:
¿qué sentido tiene defender valores éticos en un mundo gobernado por estructuras?
Supongamos un ciudadano modelo, de intachable moralidad, incapaz por definición
de hacer mal alguno y siempre dispuesto a ayudar. Sin embargo, participa en el
infanticidio de miles de niños cada vez que llama por el móvil. Y es que,
quiera o no, al comprarse un teléfono esta siendo cómplice de toda la negra
industria explotadora del coltán, que como es bien sabido, usa manos infantiles
como si de leña para el fuego se tratase. Daré una vuelta de tuerca más al
ejemplo para sellar de antemano posibles fugas. Nuestro afligido personaje,
consciente de su coimplicación en tan oscuro negocio, decide deshacerse de su smartphone. Pero ¡ay!, la suerte tiene
un peculiar sentido del humor: su madre cae enferma, sin nadie más que su hijo
para que la cuide, por lo que necesita estar disponible en cualquier momento y
lugar. Tampoco podría apañárselas con cabinas telefónicas, pues teniendo todos
un móvil en el bolsillo ya no es necesaria la presencia de teléfonos públicos
en las calles. Él no quiere, pero necesita un teléfono móvil: sus manos están
manchadas de sangre.
No faltará quien sugiera que, para
resolver este problema moral, hay que luchar por la abolición de la industria
telefónica móvil. Pessoa tiene algo que decir al respecto:
La
tiranía es de las ficciones sociales y no de los hombres que las encarnan;
ellos son, por así decir, los medios de que las ficciones se sirven para
tiranizar, como el cuchillo es el medio del que se puede servir el asesino. Y
usted ciertamente no juzga que suprimiendo los cuchillos suprime a los
asesinos...
Parece obvio, pero no lo es. No
vemos a nadie haciendo boicot a la multinacional cuchillera por colaborar en
miles de asesinatos, pero sí que vemos a gente criminalizando el uso de los
móviles. No me entiendan mal, no tengo nada en contra de los diversos modos de
vida de nadie, pero lo que no tolero es plantear mal el problema. Si para
fabricar teléfonos necesitamos coltán, y para ello se explota y esclaviza a
niños, ¡lo que está mal es la explotación y la esclavitud, no los móviles
mismos! Es el hecho de que no se busque otra manera de obtener coltán lo que es
un delito flagrante, y no el que nosotros llamemos a nuestras madres cuando
están enfermas. Y más si habitamos en un mundo en que, para bien o para mal,
ciertas cosas se han hecho casi imprescindibles.
Pessoa habla de “ficciones
sociales”, pero a mí me gusta más otro término que viene a designar exactamente
lo mismo: estructuras. Lo que está
mal se mire por donde se mire es que exista una estructura social que, al mismo
tiempo que impone la necesidad del consumo de móviles a unas personas, no duda
en explotar como animales a otras para saciar tal necesidad creada
artificialmente. Desde finales del siglo XIX, alcanzando su máximo exponente en
nuestros días, nos encontramos en la siguiente paradoja ética: podemos ser
moralmente buenos como individuos, y
aun así ser moralmente malos estructuralmente.
Este oxímoron, y no otro, es el que debe atajar todo sistema ético.
Soluciones al problema: “(re)educar
a la gente en nuevos valores”-dirán algunos- “para que así, al menos las
generaciones siguientes, ya no tengan esa necesidad de comprar móviles. Con
buenos modales todo se logra”. Permítanme discrepar, y si no a mí, al menos a
Pessoa:
Destruya
usted a todos los capitalistas del mundo, pero sin destruir al capital... Al
día siguiente el capital, ya en las manos de otros, continuará, por medio de
esos otros, su tiranía. Destruya, no a los capitalistas, sino al capital;
¿cuántos capitalistas quedan?...
Lo único que lograremos con un mudo
lleno de buenas personas, que siguen bajo
un régimen estructural economicista, es que no se usen móviles, pero en
donde se seguirá buscando nuevas formas de explotación y creación de
necesidades asociadas a ellas. Serán las tablets, los televisores, o cualquier
otro nuevo gadget. Como bien explicó Marx, el contenido material, en un sistema
estructuralmente economicista, es lo de menos. Lo único que se produce es una
cosa: plusvalor. Éste no es más que
el beneficio surgido por la diferencia de lo poco que le cuesta al capitalista
explotar niños del tercer mundo, y lo caro que vende luego los productos ya
elaborados. Que ese plusvalor cobre forma de móvil, pan o misil es lo de menos.
Justo eso afirma Pessoa. Para ser
morales en nuestros tiempos debemos centrarnos en las tiranías de las ficciones
sociales, y no (solo) en sus individuales encarnaciones, ya sean sus productos
(los móviles en nuestro caso) o sus impulsores
(los capitalistas en palabras del luso).
Es más que evidente que, en tanto
que una estructura no es algo tangible, no podemos luchar directamente contra
ella. La demanda moral deberá ir dirigida contra personas concretas, de carne y
hueso. Ahora bien, lo que sería un fallo es considerar que ahí se acaba la
demanda, en la mera expulsión del sistema de un determinado sujeto. Craso
error. Si no se complementa esta acción moral con un esfuerzo por cambiar el
sistema estructural (sea de la manera que sea), todo habrá caído en saco roto. No es suficiente ser buenas personas, hace
falta algo más.
Traduzcamos esto en términos más
políticos. No basta con votar para cambiar el collar al mismo perro. Y sí, la
clara alusión a los días que vivimos y que nos deparan es intencionada. Seamos
conscientes de que está en juego la posibilidad misma de ser morales.
Matt K. Lann
0 comentarios:
Publicar un comentario