martes, 17 de noviembre de 2015

Cuando no dan mis pasos

III

No entiendo por qué sigo con los mismos nervios. Sé que quiere darme la mano, ser igual que todos los enamorados. Pero yo no quiero ser nada. La temo tanto. Tengo miedo y no se lo puedo decir. Ni siquiera sé a qué le temo. Ella me quiere. Yo digo que la quiero y eso debería valer. Sin embargo, no es así. Ella hace el disimulo de extender su meñique. Yo reacciono y giro el tronco en dirección al escaparate comercial. Señalo uno de los libros apilados en vertical. Eso en verdad no me preocupa. El libro me preocupa; ella me preocupa más. Sé que la he hecho daño, por eso no dejo de pensar en cuál puede ser la mejor reacción. Me abochorna mi actitud. Ella disimula. En estos momentos me debe estar odiando y lo sé. Me enrojezco, la miro y la beso. Mis nervios aumentan cuanto más cerca está mi mano de la suya. Entrelazamos mi dedo índice con su dedo índice, y continuamos caminando. La volví a mirar y sonreí. Nada me había hecho gracia, simplemente sonreía. Ella también. Eso fue suficiente. 

Y tener la posibilidad de concentrarme en una sola cosa. Mientras hablo puedo arrepentirme de mis errores, observar lo inoportuno de la situación, entonar la última canción, hasta llego a deducir los movimientos de mis interlocutores. Quizá difícil de creer,  pero cómo demostrar la veracidad de mis palabras. Lo mismo ocurre con mi narración. No puedo escribir sobre algo y negarme a rememorar mi pasado, reflexionar en mi presente o partirme la cabeza intentando acertar lo que me depara el futuro. Este es mi único argumento.

El de la barba canta un poco descompasado, levanta su mano izquierda apuntando al techo con el puño cerrado, asintiendo continuamente y sujetando con la diestra un vaso donde el ron ocupa un tercio de los hielos; a su lado el resultado de la mezcla de ganas de fiesta y alcohol gratis; más adelante tres chicos uniendo sus cabezas y apuntando sus graznidos a la boquilla de un botellín de cerveza; lo siguiente soy yo y la pausa que busco entre tanto olor a vergüenza y despreocupación. Me aparto del grupo, me siento, los observo a todos, los juzgo y decaigo ante lo que muchos desearían tener. Yo no soy feliz y todo a mi alrededor representa lo contrario. Yo no puedo estar aquí, pero debo estar aquí. ¿Dónde queda lo que yo quiero? Aunque cómo fiarme de aquello que ayer fue y hoy ya no es sino todo lo contrario. Ella no piensa igual, él siquiera piensa y yo me veo arrastrado a actuar como este. 


Aprovecho los espacios donde el cristal no tiene manchas de spray ni polvo desprendido por la radial. Olvido lo que me rodea y atravieso el aluminio sin moverme del lugar. Estoy enfrente de ella. Me invade la ternura de un padre y la sensación que ya tuve pero que creí olvidada. Esta no es igual. Esta es la resignación del vacío que le ofrece la sociedad. La falta de oportunidades, la necesidad de un protector. No dejo de mirarla mientras ella sigue soportando el frío. Veo pasar coches con la convicción de que no parará ninguno. Ella no puede seguir siendo ella, pero tendrá que seguir siendo ella porque yo no puedo dejar de ser yo.

Antonio L. Carrera 

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