III
No entiendo
por qué sigo con los mismos nervios. Sé que quiere darme la mano, ser igual que
todos los enamorados. Pero yo no quiero ser nada. La temo tanto. Tengo miedo y
no se lo puedo decir. Ni siquiera sé a qué le temo. Ella me quiere. Yo digo que
la quiero y eso debería valer. Sin embargo, no es así. Ella hace el disimulo de
extender su meñique. Yo reacciono y giro el tronco en dirección al escaparate
comercial. Señalo uno de los libros apilados en vertical. Eso en verdad no me
preocupa. El libro me preocupa; ella me preocupa más. Sé que la he hecho
daño, por eso no dejo de pensar en cuál
puede ser la mejor reacción. Me abochorna mi actitud. Ella disimula. En estos
momentos me debe estar odiando y lo sé. Me enrojezco, la miro y la beso. Mis
nervios aumentan cuanto más cerca está mi mano de la suya. Entrelazamos mi dedo
índice con su dedo índice, y continuamos caminando. La volví a mirar y sonreí.
Nada me había hecho gracia, simplemente sonreía. Ella también. Eso fue
suficiente.
Y tener la
posibilidad de concentrarme en una sola cosa. Mientras hablo puedo arrepentirme
de mis errores, observar lo inoportuno de la situación, entonar la última
canción, hasta llego a deducir los movimientos de mis interlocutores. Quizá
difícil de creer, pero cómo demostrar la
veracidad de mis palabras. Lo mismo ocurre con mi narración. No puedo escribir
sobre algo y negarme a rememorar mi pasado, reflexionar en mi presente o
partirme la cabeza intentando acertar lo que me depara el futuro. Este es mi
único argumento.
El de la barba
canta un poco descompasado, levanta su mano izquierda apuntando al techo con el
puño cerrado, asintiendo continuamente y sujetando con la diestra un vaso donde
el ron ocupa un tercio de los hielos; a su lado el resultado de la mezcla de
ganas de fiesta y alcohol gratis; más adelante tres chicos uniendo sus cabezas
y apuntando sus graznidos a la boquilla de un botellín de cerveza; lo siguiente
soy yo y la pausa que busco entre tanto olor a vergüenza y despreocupación. Me
aparto del grupo, me siento, los observo a todos, los juzgo y decaigo ante lo
que muchos desearían tener. Yo no soy feliz y todo a mi alrededor representa lo
contrario. Yo no puedo estar aquí, pero debo estar aquí. ¿Dónde queda lo que yo
quiero? Aunque cómo fiarme de aquello que ayer fue y hoy ya no es sino todo lo
contrario. Ella no piensa igual, él siquiera piensa y yo me veo arrastrado a
actuar como este.
Aprovecho los
espacios donde el cristal no tiene manchas de spray ni polvo desprendido por la
radial. Olvido lo que me rodea y atravieso el aluminio sin moverme del lugar.
Estoy enfrente de ella. Me invade la ternura de un padre y la sensación que ya
tuve pero que creí olvidada. Esta no es igual. Esta es la resignación del vacío
que le ofrece la sociedad. La falta de oportunidades, la necesidad de un
protector. No dejo de mirarla mientras ella sigue soportando el frío. Veo pasar
coches con la convicción de que no parará ninguno. Ella no puede seguir siendo
ella, pero tendrá que seguir siendo ella porque yo no puedo dejar de ser yo.
Antonio L. Carrera
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