martes, 3 de noviembre de 2015

Cuando no dan mis pasos

II

De la libertad y el descontrol, ahora me embarco en la censura y el autodominio. La elección de dejarla escapar me oprimía. Dadas las circunstancias prefería eso a ver un futuro distanciado de ella. A quién quiero engañar. Lo que no quería era llegar a verla triunfar con otro. Mi dejadez, no, mi desfachatez me llevaba a no querer presumir de ella. Solo era la importancia que mi silencio le daba. La angustia de ser menos me llevaba a enmudecerla más. Luego con ella era otro el que se dejaba ver. Quizá la cara del disimulo se mostraba moderada. Elegí enseñar la postura más fría que tenía. De vez en cuando, al mirarme en el reflejo de sus apenados ojos, podía llegar a ver la figura de mi padre. Pero ella me quería así. Y yo la quería por ello.

Camino sin ninguna proyección trazada. Fraguo entre charcos que empapan mis nuevas zapatillas. ¿Qué importa? No importa. Nada importa a estas horas. Solitario y silencioso, me siento grande ante edificio. Desciendo escalones con la prontitud del calmado. Camino con los brazos alzados. Mi diligente mano detecta la frescura de las hojas. Sin embargo, la indolente siente los restos de la insultante brisa que dejan los vehículos. Levanto la cabeza sin conseguir distinguir estrellas. Decido adentrarme por la inseguridad del parque. Acompañado por la oscuridad me dirijo hacia la luz que se puede ver entre las aberturas del portón de mi edificio, como siempre, mi seguridad.

No puedo abandonar este sentimiento de vacío y oquedad al castigarme y lanzarme ciego y alejado de la serenidad a mi desdichado quebranto. Mi pesar fue y es causa del descontrol de mis sentidos. ¿Quién es más culpable, el que mató el alma o el que pudo evitar su muerte y no lo hizo? Y así diariamente. Lo que se oculta detrás de un antifaz de cordura y satisfacción es en realidad el gesto de uno que vuelve a la incomprensión y el desamparo. Ahora de nuevo me hallo entre dos caminos distantes. No me queda más que olvidar mis criterios,  buscar el consuelo momentáneo y la afable accesibilidad de mis aliados.

Como Cliff Richard vocifero la dificultad de enlazar palabras. Protesto con el mentón enhiesto por no tener la facilidad de producir lo que observo. Proyectar mis sensaciones y decir algo con ello. Amenazar al mutismo sin estruendos con la calma del que maneja a su antojo. Pero callo y ando. Nada más. ¿Qué sentido tiene escribir?

El mismo camino que dibujé cuando lo dejamos. La misma banda sonora. Tengo cada palabra amartillada en mi ser. La lentitud de mis zancadas, el aliento de la lluvia aproximándose, los dos gotas por mis mejillas y las ganas inmensas de apalearme. Todo eso fui y aún me sigue confundiendo tu discurso inestable. Te odio y te anhelo. Sé que me ves porque yo puedo verte. Como antes, te vuelvo a callar. Y repetidas veces me calmo, confirmo un silencio y después me pregunto:

-                 - ¿Por qué te quiero Tanto?

Antonio L. Carrera

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